Compases de espera
De la misma manera que un atleta olímpico trabaja muchísimas más horas que las que sale en pantalla corriendo, saltando, compitiendo etc, un músico invierte un sinfín de horas en preparar cada segundo de actuación.
Tardes enteras en las que se alternaban las clases con los momentos de espera, en la biblioteca o en los pasillos del conservatorio.
Siempre cargando con tu instrumento, las libretas de pentagramas, el metrónomo o la merienda; siempre ocupando dos asientos en el bus o en el tren, siempre calculando con margen las cosas que necesitabas prever para no tener que ir luego a por algo que se te hubiera olvidado.
Caminatas para hacer tiempo, huecos que aprovechabas para hacer los deberes del cole o del instituto.
Los nervios antes de cada audición o examen. Las dudas. La confianza en uno mismo, que, como la hoja caduca, caía en las malas rachas pero volvía a aflorar en tiempos más afortunados.
El paso inclemente del tiempo, el tictac sabelotodo del metrónomo y el siempre metálico la del diapasón, repipi guasón que parecía agitar la cabeza cuando te habías ido de tono.
Tardes que eran otoños enteros, mañanas que se convertirían en una de las mejores épocas de mi vida adulta, y el punto de partida ineludible para ser quien soy.
No hablo de mí como profe de música, sino como eterno alumno de conservatorio.
Lo que vas aprendiendo acerca de la música sólo acaba transmitiéndote una única certeza: una vida no es suficiente para llegar a aprenderse siquiera los titulares más importantes.
Afortunadamente.
Feliz día de Santa Cecilia, Santa Icía, o como quieras llamarla.
Música sólo hay una.
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David Rodríguez Rivada
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